“Vamos a ir al fin del mundo. En 10 años. En un cohete. Y va a haber volcanes. Y vamos a poder volar. Y yo quiero ir con vos. ¿Vas a venir?”
“Sí, hijo. Claro. Vamos a ir juntos”
Y esa es la respuesta más real que le di a alguien en toda mi vida.
Algo que nos enseñaron ellos
En la manada las cosas son simples. Cuando dos lobos empiezan a llevarse bien se muestran los dientes como diciendo:
“¿Los ves? ¿Te das cuenta? Podría desgarrarte y lastimarte mucho con estos. Podría hacerte agujeros y pintar de rojo todo el bosque, pero eso no va a pasar hoy porque te quiero”.
Los lobos sonríen. Como nosotros. Porque sonreír es eso: Mostrar amor. Mostrar los dientes.
lunes, 11 de enero de 2010
Cada vez mejor
Mi viejo murió súbitamente
en el baño de casa,
pero al rato
volvió.
Escuchamos un ruido
y golpeamos la puerta.
Nada.
Cuando abrimos
estaba ahí tirado.
Después llegó la ambulancia
y él reaccionó un poco
y se lo llevaron
al hospital.
Los médicos nos dijeron
todo.
Había estado muerto unos minutos,
pero había vuelto.
No como en las pelis de zombies de Romero,
sino más bien como Víctor Sueiro.
La diferencia era que mi viejo,
cuando volvió de estar muerto,
no dijo una palabra de la luz al final del túnel,
ni de la paz que había sentido,
ni del largo viaje que había hecho.
Él seguía hablando de cosas importantes:
De perros, de caballos y de boxeo.
Mucho tiempo después,
se perfeccionó
en esto de morir.
El cáncer se había
empecinado en dejar una
cáscara vacía
sin ningún rastro
de lo que él había sido,
pero seguía peleando.
Se paraba como podía
y se ponía en guardia,
levantando los huesos de sus puños
con sus huesos,
porque no quedaba
mucho más.
Unas horas antes de morir –definitivamente-,
cuando los médicos
le preguntaron
cómo se sentía,
él les dijo sonriendo:
Cada vez mejor.
Y eso fue todo.
La muerte noqueó para siempre
a un petiso diminuto
que, supongo,
podría haber peleado
de igual a igual
con Tyson.
viernes, 8 de enero de 2010
No sabría decirte por qué
Nos paramos muy cerca. Nos miramos a los ojos. Nos damos un beso.
Sacamos cuchillos, revólveres, granadas y empezamos el show.
Nos abrazamos tratando de rompernos las costillas y cogemos mirándonos en los espejos del techo.
Si ellas están indispuestas es mucho mejor, porque parece un asesinato con toda esa sangre.
A la mañana siguiente nos vestimos. Decimos un par de palabras dulces y queremos estar muertos o, por lo menos, estar lejos.
Muy lejos. En otra parte.
Absolutamente nada
Si te vas voy a llorar todo de golpe
y después nada.
Absolutamente nada.
Me voy a quedar ahí parado
y me voy a sentir tan estúpido
como un semáforo cambiando de color
cuando ya es muy tarde
y no hay autos
en las calles.
Si te vas no voy a tener
a quién cuidar.
Voy a estar triste y sin sorpresas,
como la muerte en un geriátrico.
Voy a estar solo
y voy a escribir cualquier cosa
menos tu nombre.
Porque escribir tu nombre sería como morirme
y, después, llamarme por teléfono
a mí mismo muerto
y quedarme esperando
a ver si atiendo.
Para Surfer
Surfer era gigante y negro y marrón y podía arrancarte un brazo de una sola mordida. Había pasado casi toda la vida en la calle y terminó en una perrera.
Les costó trabajo agarrarlo.
Al principio, nadie podía acercarse a él. Después, de a poco, fue haciéndose amigo de los cuidadores. Todo estaba bien mientras no tocaran su comida. Surfer sabía cómo eran las cosas: Si alguien tocaba algo que realmente querías, ese alguien tenía que morir.
Las perreras ubican en casas a los perros de la calle pero ninguna casa tenía lugar para Surfer porque él sabía demasiado. Así que decidieron matarlo.
Un día cualquiera le pusieron una inyección y Surfer dejó el mundo sin que nadie pudiese tocar su comida.
Dejó el mundo muchísimo más vivo y con más sabiduría que el boludo que lo inyectó.
Y no creas que nadie lloró por ese perro gigante y negro y marrón porque yo lo hice.
Y no creas que no importa porque sí importa.
Mundo Carnicero
Son las 9 de la mañana.
Hay un camión frigorífico lleno de vacas muertas.
Vacas frías. Cortadas en pedazos.
Es demasiado temprano para tanta muerte.
Me acuerdo de Leatherface colgando a la minita del gancho.
Me acuerdo de Leatherface poniéndola en su lugar.
Si se acabaran las vacas y los caballos y los pescados y los canguros,
seguro nos comeríamos entre nosotros.
Es lunes. El mundo se pone en marcha.
Bajamos las escaleras. Hasta el fondo. Vamos todos en el subte.
Hay nenes que piden plata y vagabundos sin piernas.
Estamos solos y muertos
en este mundo carnicero.
Cada 3 o 4 meses
miro Texas Chainsaw Massacre
para no olvidarme de cómo son las cosas en realidad.
Todos somos comida.
Sólo es cuestión de tiempo.
Una mezcla de amor y violencia y dulzura y odio y desesperación
Lo que veo cada vez que estás ahí sentada esperándome debe ser parecido a lo que ven los lobos cuando miran a los ciervos: Una mezcla de amor y violencia y dulzura y odio y desesperación.
Músculos tensos. Rojo en lo blanco del ojo.
Si el bar en el que nos encontramos fuese el infierno todo sería mucho más fácil y no tendríamos que tomar taxis a ningún lado.
Sos una especie de luz maravillosa, como la que vieron los que vivían en Hiroshima el día de la bomba.
Y, cada vez que te vas, siento que yo soy un juguete medio roto que un chico dejó tirado en el rincón más oscuro del baúl.
Escrita por mí y Matías Caruso. Dibujada por Andrés Lozano.
Navidad
Un tipo se caga de calor con el traje rojo. Los chicos le dejan cartas y él las guarda en una bolsa. Tiene la barba mal pegada.
Cruzo la calle sabiendo que, esta noche, los basureros van a tener mucho trabajo: Bolsas llenas de papeles escritos con ilusiones, tirados a la mierda.
1 a.m.
Me dijiste que ibas a venir y cada auto que escucho me hace pegar la cara al vidrio de la ventana para verte llegar.
1:00 a.m. Abro un poco para ver mejor. Hace frío. Está oscuro. Cierro.
1:10 a.m. Prendo un cigarrillo. Espero y espero.
1:25 a.m. Me tiro en mi cama. Seguís sin venir. Pienso en la cama del hospital en la que debe estar durmiendo mi viejo. Doy vueltas. Tengo los ojos 2 talles más grandes que la cara.
1:39 a.m. Me levanto y miro el vidrio de la ventana. Me digo que vas a venir aunque, en el fondo, sé que me miento.
2:05 a.m. El amor es un revólver al que alguien le puso balas de salva. Es una motosierra de plástico. Es un arma que va a fallar cuando la necesites.
2:43 a.m. Ahora es una Tenia Saginata. Algo bien metido adentro tuyo, que se come tu comida sin ni siquiera decirte gracias.
3:10 a.m. La muerte vende revistas en la puerta del hospital donde está internado mi viejo y el anillo que me regalaste me sacó hongos en el dedo.
miércoles, 6 de enero de 2010
Anzuelos
Tengo miedo y exploto de adrenalina.
Tengo los puños tan cerrados
que los dedos están por atravesarme
las palmas de las manos.
Vos y yo y todos estamos lastimándonos.
El mundo es como una carnicería.
Hay pedazos de carne colgados de ganchos.
Hay hígados y corazones.
El carnicero está manchado de sangre.
Tiene el cuchillo en la mano
y está dispuesto a venderle todo
al primero que pague.
A mí hace rato que se me acabó la plata.
Y, aunque la tuviera,
no podría abrir las manos
y vaciar los bolsillos
porque tengo los puños muy cerrados.
Tan cerrados que parece que los dedos
van a salir por el otro lado.
Me gustaría dormir con alguien
y acariciarle la cara.
Pero tengo los puños
muy cerrados.
Tengo dedos ganchos.
Tengo dedos anzuelos.
Estoy atrapado
y soy mi propio
pescado.
El perro que comió
un alfajor de su mano
Un perro nos sigue.
Yo digo que no va a comerse un alfajor,
pero ella dice que sí.
Cuando se lo da,
el perro casi le saca un dedo.
Es que es salvaje.
Pelo sucio. Flaco y con cicatrices en la cabeza.
Tiene esa belleza que sólo alcanzan las cosas
que no fueron domesticadas del todo.
Esas que te recuerdan que la vida -por suerte-
no es siempre como debe ser.
El perro tiene ojos de carne cruda
y casi le saca un dedo
cuando ella acerca el alfajor
a sus dientes.
Y no es culpa del perro,
yo también quiero comérmela.
El lugar está casi desierto.
El perro mastica como si supiera
lo mismo que sé yo:
Pocas veces llega una muñeca
y te regala
algo así.
Toda mi inspiración se la debo a la pizzería de la esquina.
La musa. Ja. Sí, sí. Cómo no. Tengo hambre.
Son las 2 de la tarde y desde las 9 que estoy sentado frente al word en blanco.
La musa. Ja. Sí, sí. La grande de muza.
Agarro el teléfono y llamo. Al rato, llega.
Me siento en la mesa de la cocina. La miro un rato antes de empezar.
En el tomate, veo sangre coagulada. En las aceitunas, algo podrido. En el queso que se estira, tejidos de carne vieja y descolorida que se desgarran.
Las cosas empiezan a tener sentido.
No sé muy bien de qué va a ir el asunto, pero sí sé que va a ser de zombies.
Gracias, Güimpi.
martes, 5 de enero de 2010
Barrio Chino
Me gusta pasear por el Barrio Chino que hay en Belgrano.
Los supermercados están llenos de cosas. Hay anguilas que nadan en tachos.
Todo tiene precio.
Y la única diferencia entre todas las cosas y las anguilas, es que las anguilas están vivas.
Animal Planet
En la televisión intentan venderme los dibujos animados de Jesús y un par de imbéciles me los recomiendan, sonriendo desde la pantalla. Dicen que todavía estoy a tiempo. Que puedo encontrar la paz.
De Jesús a la trinidad. Sonrío. Con casi todo el odio del mundo. Es obvio que ella me miente. Es obvio que, entre nosotros, hay otro tipo.
Pongo Animal Planet y unas leonas intentan comerse a un jabalí pero no pueden.
La habitación está oscura. Hace un calor insoportable. El pelo se me pega en la cara. Es obvio que ella me miente.
Un oso polar que parece adorable salta sobre la nieve y, después de muchos intentos fallidos, encuentra una foca escondida y se la come.
El hielo se pone rojo.
El oso polar me mira fijo.
Él sospecha cómo son las cosas: Nada y nada hasta que, alguna vez, aparece algo. El oso sabe que ella es como encontrar un bidón de agua en el desierto después de haber pasado 3 días de sed. Un bidón gigante. De 500 litros. Algo demasiado pesado. Algo que es preferible pasar por alto y olvidar y morir.
Veterinario (dedicado al pájaro azul)
Hay un pájaro parado en una cornisa.
Yo fumo.
El pájaro no.
Nos miramos.
Pienso que estamos
en paz a pesar de nuestras diferencias.
El no vuela ni nada.
Me deja estar cerca.
A lo mejor lo hace porque no puede moverse,
quizás está enfermo o moribundo,
y yo no lo sé porque no soy veterinario.
Prefiero pensar que estamos
en paz.
Una paz parecida a la que tengo cuando mi hijo se ríe
y hace temblar el mundo con truenos que estallan sobre
un arco iris de colores que no existen.
Pego una pitada:
¿Vamos a poder con un mundo en donde un hijo de puta
ata a un perro a una pared y lo deja morir de hambre
diciendo que es arte?
¿Vamos a poder con todos esos hijos de puta
que fueron a la exposición
y no dijeron nada?
El pájaro sigue ahí.
Sin fumar y sin hablar.
Nos miramos otra vez.
Creo que nos entendemos.
Apago el cigarrillo y me voy,
sabiendo que si él salta,
no va a caerse.
Las alas le van a servir.
No soy veterinario,
pero me doy cuenta
de eso.
Complejo Reptílico
Ahora soy feliz,
pero la desesperación sigue ahí.
El suelo está siempre minado
y nunca sabés bien dónde pisar.
Las iglesias, los cabarets y los mataderos
están hechos de lo mismo.
De cemento.
La agresión y el sexo están muy cerca, en el complejo reptílico.